2025/02/22

Noche 748



Pero cuando llegó la 748ª noche

Ella dijo:   

…En efecto, al siguiente día la madre de Aladino fue a palacio, teniendo cogido por las cuatro puntas el pañuelo, que envolvía el obsequio de pedrerías. Y estaba muy resuelta a sobreponerse a su timidez y formular su petición. Y entró en el diván y se colocó en primera fila ante el sultán. Pero, como la vez primera, no pudo dar un paso ni hacer un gesto que atrajese sobre ella la atención del jefe de los escribas. Y se levantó la sesión sin resultado; y se volvió ella a su casa, con la cabeza baja, para anunciar a Aladino el fracaso de su tentativa, pero prometiéndole el éxito para la próxima vez. Y Aladino se vio precisado a hacer nueva provisión de paciencia, amonestando a su madre por su falta de valor y de firmeza. Pero no sirvió de gran cosa, pues la pobre mujer fue a palacio con la porcelana seis días consecutivos, y se colocó siempre frente al sultán, aunque sin tener más valor ni lograr más éxito que la primera vez. Y, sin duda, habría vuelto cien veces más tan inútilmente, y Aladino habría muerto de desesperación y de impaciencia reconcentrada, si el propio sultán, que acabó por fijarse en ella, ya que estaba en primera fila a cada sesión del diván, no hubiese tenido la curiosidad de informarse acerca de ella y del motivo de su presencia. En efecto, al séptimo día, terminado el diván, el sultán se encaró con su gran visir, y le dijo: «Mira, esa vieja que lleva en la mano un pañuelo con algo. Desde hace algunos días viene al diván con regularidad y permanece inmóvil sin pedir nada. ¿Puedes decirme a qué viene y qué desea?» Y el gran visir, que no conocía a la madre de Aladino, no quiso dejar al sultán sin respuesta, y le dijo: «¡Oh mi señor!, es una vieja entre las numerosas viejas que no vienen al diván más que para pequeñeces. ¡Y tendrá que quejarse sin duda de que le han vendido cebada podrida, por ejemplo, o que le ha injuriado su vecino, o de que le ha pegado su marido!» Pero el sultán no quedó contento con esta explicación, y dijo al visir: «Sin embargo, deseo interrogar a esa pobre mujer. ¡Hazla avanzar antes de que se retire con los demás!» Y el visir contestó con el oído y la obediencia, llevándose la mano a la frente. Y dio unos pasos hacía la madre de Aladino, y le hizo seña con la mano para que se acercara. Y la pobre mujer se adelantó al pie del trono, toda temblorosa, y besó la tierra entre las manos del sultán, como había visto hacer a los demás concurrentes. Y siguió en aquella postura hasta que el gran visir le tocó en el hombro y la ayudó a levantarse. Y se mantuvo entonces de pie, llena de emoción; y el sultán le dijo: «¡Oh mujer!, hace ya varios días que te veo venir al diván y permanecer inmóvil sin pedir nada. Dime, pues, qué te trae por aquí y qué deseas, a fin de que te haga justicia.» Y un poco alentada por la voz benévola del sultán, contestó la madre de Aladino: «Alá haga descender sus bendiciones sobre la cabeza de nuestro amo, el sultán. ¡Oh rey del tiempo! ¡En cuanto a tu servidora, antes de exponer su de­manda te suplica que te dignes concederle la promesa de seguridad, pues, de no ser así tendré miedo a ofender los oídos del sultán, ya que mi petición puede parecer extraña o singular!» Y he aquí que el sultán, que era hombre bueno y magnánimo, se apresuró a prometerle la seguridad; e incluso dio orden de hacer desalojar completamente la sala, a fin de permitir a la mujer que hablase con toda libertad. Y no retuvo a su lado más que a su gran visir. Y se encaró con ella, y le dijo: «Puedes hablar, la seguridad de Alá está contigo, ¡oh mujer!» Pero la madre de Aladino, que había recobrado por completo el valor, en vista de la acogida favorable del sultán, contestó: «¡También pido perdón de antemano al sultán por lo que en mi súplica pueda encontrar de inconveniente, y por lo extraordinario de mis palabras!» Y dijo el sultán, cada vez más intrigado: «Habla ya sin restricción, ¡oh mujer! ¡Contigo están el perdón y la gracia de Alá para todo lo que puedas decir y pedir!»

Entonces, después de prosternarse por segunda vez ante el trono, y de haber llamado sobre el sultán todas las bendiciones y los favores del Altísimo, la madre de Aladino se puso a contar cuanto le había sucedido a su hijo, desde el día en que oyó a los pregoneros públicos proclamar la orden de que los habitantes se ocultaran en sus casas para dejar paso al cortejo de Sett Badrú'I-Budur. Y no dejó de decirle el estado en que se hallaba Aladino, que hubo de amenazar con matarse, si no obtenía a la princesa en matrimonio. Y narró la historia con todos sus detalles, desde el comienzo hasta el fin. Pero no hay utilidad en repetirla. Luego, cuando acabó de hablar, bajó la cabeza, presa de gran confusión, añadiendo: «¡Oh rey del tiempo! ¡Y ya no me queda más que suplicar a Tu Altísimo que no sea riguroso con la locura de mi hijo y me excuse si la ternura de madre me ha impulsado a venir a transmitirle una petición tan singular!»  
Cuando el sultán, que había escuchado estas palabras con mucha atención, pues era benévolo, vio que había callado la madre de Aladino, lejos de mostrarse indignado de su demanda, se echó a reír con bondad, y le dijo: «¡Oh pobre!, ¿y qué traes en ese pañuelo que sostienes por las cuatro puntas? .. »  
En este momento de su narración, Scheherazada vio aparecer la mañana y se calló discretamente.  

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