Pero cuando llegó la 748ª noche
Ella dijo:
…En efecto, al siguiente día la madre de
Aladino fue a palacio, teniendo cogido por las cuatro puntas el pañuelo, que
envolvía el obsequio de pedrerías. Y estaba muy resuelta a sobreponerse a su
timidez y formular su petición. Y entró en el diván y se colocó en primera fila ante el sultán.
Pero, como la vez primera, no pudo dar un paso ni hacer un gesto que atrajese
sobre ella la atención del jefe de los escribas. Y se levantó la sesión sin resultado; y se
volvió ella a su casa, con la cabeza baja, para anunciar a Aladino el fracaso
de su tentativa, pero prometiéndole el éxito para la próxima vez. Y Aladino se
vio precisado a hacer nueva provisión de paciencia, amonestando a su madre por
su falta de valor y de firmeza. Pero no sirvió de gran cosa, pues la pobre
mujer fue a palacio con la porcelana seis días consecutivos, y se colocó siempre
frente al sultán, aunque sin tener más valor ni lograr más éxito que la primera
vez. Y, sin duda, habría vuelto cien veces más tan inútilmente, y Aladino
habría muerto de desesperación y de impaciencia reconcentrada, si el propio
sultán, que acabó por fijarse en ella, ya que estaba en primera fila a cada
sesión del diván, no hubiese tenido la curiosidad de informarse acerca de ella
y del motivo de su presencia. En efecto, al séptimo día, terminado el diván, el
sultán se encaró con su gran visir, y le dijo: «Mira, esa vieja que lleva en la mano un pañuelo con
algo. Desde hace algunos días viene al diván
con regularidad y permanece inmóvil sin pedir nada. ¿Puedes decirme a qué viene
y qué desea?» Y el gran visir, que no conocía a la madre de Aladino, no quiso dejar
al sultán sin respuesta, y le dijo: «¡Oh mi señor!, es una vieja entre las numerosas viejas que no vienen al diván más
que para pequeñeces. ¡Y tendrá que quejarse sin duda de que le han vendido
cebada podrida, por ejemplo, o que le ha injuriado su vecino, o de que le ha
pegado su marido!» Pero el sultán no quedó contento con esta explicación, y
dijo al visir: «Sin embargo, deseo interrogar a esa pobre mujer. ¡Hazla avanzar
antes de que se retire con los demás!» Y el visir contestó con el oído y la obediencia, llevándose la mano a la frente. Y
dio unos pasos hacía la madre de Aladino, y le hizo seña con la mano para que
se acercara. Y la pobre mujer se adelantó al pie del trono, toda temblorosa, y besó la tierra
entre las manos del sultán, como había visto hacer a los demás concurrentes. Y
siguió en aquella postura hasta que el gran visir le tocó en el hombro y la
ayudó a levantarse. Y se mantuvo entonces de pie, llena de emoción; y el sultán le dijo: «¡Oh mujer!,
hace ya varios días que te veo venir al diván y permanecer inmóvil sin pedir
nada. Dime, pues, qué te trae por aquí y qué deseas, a fin de que te haga
justicia.» Y un poco alentada por la voz benévola del sultán, contestó la madre
de Aladino: «Alá haga descender sus bendiciones sobre la cabeza de nuestro amo,
el sultán. ¡Oh rey del tiempo! ¡En cuanto a tu servidora, antes de exponer su
demanda te suplica que te dignes concederle la promesa de seguridad, pues, de
no ser así tendré miedo a ofender los oídos del sultán, ya que mi petición
puede parecer extraña o singular!» Y he aquí que el sultán, que era hombre
bueno y magnánimo, se apresuró a prometerle la seguridad; e incluso dio orden
de hacer desalojar completamente la sala, a fin de permitir a la mujer que
hablase con toda libertad. Y no retuvo a su lado más que a su gran visir. Y se
encaró con ella, y le dijo: «Puedes hablar, la seguridad de Alá está contigo, ¡oh mujer!» Pero la madre de
Aladino, que había recobrado por completo el valor, en vista de la acogida
favorable del sultán, contestó: «¡También pido perdón de antemano al sultán por
lo que en mi súplica pueda encontrar de inconveniente, y por lo extraordinario de mis palabras!» Y dijo el
sultán, cada vez más intrigado: «Habla ya sin restricción, ¡oh mujer! ¡Contigo
están el perdón y la gracia de Alá para todo lo que puedas decir y pedir!»
Entonces, después de prosternarse por
segunda vez ante el trono, y de haber llamado sobre el sultán todas las
bendiciones y los favores del Altísimo, la madre de Aladino se puso a contar
cuanto le había sucedido a su hijo, desde el día en que oyó a los pregoneros públicos
proclamar la orden de que los habitantes se ocultaran en sus casas para dejar
paso al cortejo de Sett Badrú'I-Budur. Y no dejó de decirle el estado en que se
hallaba Aladino, que hubo de amenazar con matarse, si no obtenía a la princesa
en matrimonio. Y narró la historia con todos sus detalles, desde el comienzo
hasta el fin. Pero no hay utilidad en repetirla. Luego, cuando acabó de hablar,
bajó la cabeza, presa de gran confusión,
añadiendo: «¡Oh rey del tiempo! ¡Y ya no me queda más que suplicar a Tu Altísimo
que no sea riguroso con la locura de mi hijo y me excuse si la ternura de madre me ha impulsado a venir a transmitirle
una petición tan singular!»
Cuando el sultán, que había escuchado estas
palabras con mucha atención, pues era benévolo,
vio que había callado la madre de Aladino, lejos de mostrarse indignado de su
demanda, se echó a reír con bondad, y le dijo: «¡Oh pobre!, ¿y qué traes en ese
pañuelo que sostienes por las cuatro puntas? .. »
En este momento de su narración,
Scheherazada vio aparecer la mañana y se calló discretamente.
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