2025/01/22

Noche 715



Pero cuando llegó la 715ª noche

Ella dijo:
"... Y el regalo satisfizo muchísimo al sultán Saladino, el cual generoso y magnánimo como de costumbre, no dejó de indemnizar a su visir por aquel sacrificio, colmándole de riquezas y favores, y haciéndole comprender en toda ocasión hasta qué punto había entrado en su gracia y en su amistad.
A la sazón adquirió el visir, para aumentar el número de esclavas de su harén, una joven entre las jóvenes más deliciosas y perfectas del tiempo. Y desde su llegada, aquella joven supo captarse el corazón del visir; pero antes de aficionarse a ella, como lo había hecho con el joven, se dijo él: "¡Quién sabe si la fama de esta perla nueva no llegará a oídos del sultán! Más me valdrá regalársela también al sultán antes que mi corazón se aficione a esta joven esclava. ¡De tal modo será menos grande el sacrificio y la pérdida menos cruel!" Así pensando, hizo ir a la joven, la cargó con un regalo para el sultán todavía más rico que el de la primera vez, y le dijo: "¡Tú misma formarás parte del obsequio!" Y le dió, para que se lo entregase al sultán, un billete en que había escrito estos versos:
¡Oh mi señor! ¡en tu horizonte ha aparecido ya una luna, y he aquí el sol ahora!
¡Con lo cual se unen en el mismo cielo estos dos astros de luz para formar, con destino a tu reino, la más hermosa de las constelaciones!
Y he aquí que, después de aquello, el crédito del visir se duplicó en el ánimo del sultán Saladino, quien no perdonaba ocasión de demostrar, ante toda su corte, la estimación y amistad que sentía por él. Y esto hizo que el visir tuviese de tal suerte muchos enemigos y envidiosos, los cuales, proyectando su perdición resolvieron desorientar al sultán con respecto a él. Valiéndose de diversas alusiones y afirmaciones, dejaron entrever a Saladino que el visir conservaba siempre mucha inclinación hacia el joven cristiano, y que no cesaba en desearle ardientemente y de llamarle con toda su alma, sobre todo cuando la brisa fresca del Norte le incitaba al recuerdo de los antiguos paseos. Y le dijeron que se reprochaba con amargura el don que le hizo, y hasta que se mordía los dedos y se saltaba las muelas de despecho y de arrepentimiento. Pero el Sultán Saladino, lejos de prestar oído a aquellas murmuraciones indignas del visir, en quien había puesto toda su confianza, gritó con furiosa voz a los que pronunciaban aquellos discursos: "¡Dejad de mover esas lenguas de perdición contra el visir, o al instante vuestras cabezas os saltarán de los hombros!"
Luego, como era avisado y justo, les dijo: "¡Sin embargo, quiero comprobar esas mentiras y calumnias, y dejar que se vuelvan contra vosotros vuestras propias armas! ¡Voy, pues, a poner a prueba la rectitud de alma de mi visir!" Y llamó al joven, y le preguntó: "¿Sabes escribir?" El aludido contestó: "Sí, ¡oh mi señor!" El sultán dijo: "¡Tomad entonces un papel y un cálamo y escribe lo que voy a dictarte!" Y dictó, como si estuviese redactada por el propio niño, la siguiente carta dirigida al visir:
"¡Oh mi antiguo amo bienamado! Por el sentimiento que tú mismo debes experimentar por mí, comprenderás la ternura que por ti siento y el recuerdo que dejaron en mi alma nuestras delicias de antaño. Por eso me quejo a ti de mi suerte actual en el palacio, donde nada puede hacerme olvidar tus bondades, máxime cuando aquí la majestad del sultán y el respeto que le tengo me impiden disfrutar de sus favores. Te ruego, pues, busques un procedimiento para arrancarme del sultán de una u otra manera. ¡Por lo demás, el sultán hasta ahora no ha estado a solas conmigo, y me verás lo mismo que me dejaste!"
Y escrita esta carta, el sultán hizo que la llevara un esclavo de palacio, que se la entregó al visir, diciéndole: "Tu antiguo esclavo el niño cristiano me encarga que te entregue esta carta de parte suya". Y el visir cogió la carta, la miró un momento, y sin abrirla, escribió las siguientes estrofas al dorso:
"¿Desde cuándo el hombre de experiencia expone, como el insensato, su cabeza en las fauces del león?
"¡No soy de esos cuya razón se somete y sucumbe al amor, ni de los que dan que reír a los envidiosos que ejecutan maniobras solapadas!
"¡Cuando hice el sacrificio de mi alma dándola, es porque sabía bien que, una vez que saliera el alma, no debería ya volver a habitar el cuerpo abandonado!"
Al recibir esta respuesta, el sultán Saladino se entusiasmó, y no dejó de leerla ante la expresión de despecho de los envidiosos. Luego mandó llamar a su visir, y después de darle nuevas pruebas de amistad, le preguntó: "¿Puedes decirnos ¡oh padre de la sabiduría! cómo te arreglas para tener tanto poder sobre ti mismo?" Y el visir contestó: "¡Jamás dejo que mis pasiones lleguen al umbral de mi voluntad!" ¡Pero Alah es más sabio todavía!

Luego dijo Schehrazada: "¡Ahora que te conté ¡oh rey afortunado! cómo la voluntad del prudente le ayuda a dominar sus pasiones, ¡voy a contarte una historia de amor apasionado!"


LA TUMBA DE LOS AMANTES

Esta historia nos la trasmite en sus escritos Abdalah, hijo de Al-Kaissi.

Dice:
Iba yo un año en peregrinación a la Santa Casa de Alah. Y cuando hube cumplido con todos mis deberes de peregrino, volví a Medina para visitar una vez más la tumba del Profeta (¡Con El la paz y la bendición de Alah!) Y he aquí que estando yo sentado cierta noche en un jardín, no lejos de la tumba venerada, oí una voz que cantaba muy dulcemente en medio del silencio.
Encantado, presté toda mi atención, y escuchando de aquel modo, entendí estos versos que la tal voz cantaba:
¡Oh ruiseñor de mi alma, que exhalas tus cantos en recuerdo de la bienamada... ! ¡Oh tórtola de su voz! ¿cuándo responderás a mis gemidos?
¡Oh noche! ¡Cuán larga resultas para aquellos a quienes atormenta la fiebre de la impaciencia, para aquellos a quienes torturan las preocupaciones de la ausencia!
¡Oh luminosa aparecida! ¿acaso no brillaste como un faro en mi camino más que para desaparecer y dejarme errar a ciegas en las tinieblas?
Luego se hizo el silencio. Y miré a todos lados para ver quién acaba de cantar aquellas estrofas apasionadas, cuando se presentó a mí el poseedor de la voz. Y a la claridad que caía del cielo nocturno, vi que era un joven hermoso hasta arrebatar las almas y que tenía bañado en lágrimas el rostro.
Me volví hacia él, y no pude menos que gritar: "¡Ya Alah! ¡qué joven tan hermoso!" Y le tendí los brazos. Y él me miró, y me preguntó: "¿Quién eres y qué me quieres?" Y contesté, inclinándome ante su belleza: "¿Qué voy a querer de ti que no sea bendecir a Alah al mirarte? Por lo que a mí y a mi nombre se refiere, soy tu esclavo Abdalah, hijo de Ma'amar Al-Kaissi. ¡Oh mi señor, cómo desea mi alma conocerte! Tu cántico que oí hace un momento me ha impresionado, y tu presencia acaba de transportarme. ¡Y aquí me tienes dispuesto a sacrificarte mi vida, si pudiera serte útil!" Entonces me miró el joven, ¡ah, con qué ojos! y me dijo: "¡Siéntate, pues, a mi lado!" Y me senté muy cerca de él, con el alma estremecida, y me dijo: "¡Escucha ahora, ya que te he llegado al corazón, lo que acaba de sucederme!"
Y prosiguió en estos términos: "Soy Otbah, hijo de Al Hubab, hijo de Al-Mundhir, hijo de Al-Jamuh el Ansarita. Y he aquí que ayer por la mañana hacía yo mis devociones en la mezquita de la tribu, cuando vi entrar, ondulando sobre su cintura y sus caderas, a varias mujeres muy hermosas, que acompañaban a una joven cuyos encantos borraban los de todas las demás. Y en un momento dado aquella luna se acercó a mí, sin ser notada entre la muchedumbre de fieles, y me dijo: "¡Otbah! ¿qué te parecería la unión con la que es tu amante y desea ser tu esposa?" Luego, antes de que yo tuviese tiempo de abrir la boca para contestarle, ella me dejó y desapareció en medio de sus acompañantes. Después salieron de la mezquita todas juntas, y se perdieron entre la multitud de peregrinos. Y a pesar de todos los esfuerzos que hice para encontrarla, no pude volver a verla desde aquel instante. Y mi alma y mi corazón están con ella. ¡Y mientras no me sea posible volver a verla, no disfrutaré de dicha alguna, aunque gozase de las delicias del paraíso...

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

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