Y cuando llegó la 579ª noche
Ella dijo:
"... Y el décimo día, a la hora señalada para su empalamiento, puso el manuscrito en una arquilla de oro y subió a ver al rey.
Al punto el rey Kendamir reunió a sus visires, a sus emires y a sus chambelanes, así como a los poetas y a los sabios, y dijo a Abu-Alí: "¡La palabra de los reyes debe difundirse! ¡Léenos, pues, esa historia prometida! ¡Y a mi vez, no olvidaré yo lo que se convino entre nosotros en un principio!"
Abu-Alí sacó de la arquilla de oro el maravilloso manuscrito, y desenrolló la primera hoja y comenzó su lectura. Y desenrolló la segunda hoja, y la tercera hoja y muchas hojas más, y continuó leyendo en medio de la admiración y de la maravilla de toda la asamblea. ¡Y fué tan extraordinario el efecto producido en el rey, que quiso éste levantar la sesión aquel día! Y allí se comió, se bebió, y se volvió a comenzar; y así hasta el final.
Entonces el rey Kendamir, entusiasmado hasta el límite del entusiasmo, y seguro para en lo sucesivo de que nunca más tendría un instante de aburrimiento, puesto que en su mano poseía semejante historia, se levantó en honor de Abu-Alí, y le nombró acto seguido gran visir suyo, destituyendo de su cargo al antiguo, y después de haberle puesto su propio manto real, le donó como propiedad hereditaria una provincia entera de su reino con sus ciudades, villas y fortalezas y le retuvo a su lado como compañero íntimo y confidente. Luego le hizo guardar la arquilla con el manuscrito precioso en el armario de los papeles para sacarlo después y que le leyeran la historia cuantas veces se presentara a las puertas de su alma el fastidio.
"Y ésa es precisamente ¡oh rey afortunado! -continuó Schehrazada- la historia maravillosa que voy a poder contarte, gracias a una copia exacta que ha llegado hasta mí".
Se cuenta -¡pero Alah es más sabio y más prudente y más bienhechor!- que, en los años que se presentaron y transcurrieron hace mucho tiempo, había en la ciudad de Bassra un joven que era el más gracioso, el más hermoso y el más delicado entre todos los mozos jóvenes de su tiempo. Y se llamaba Hassán (Hermoso), y verdaderamente nunca nombre alguno había convenido de manera tan perfecta a un hijo de los hombres.
Y el padre y la madre de Hassán le querían con un amor grande, porque no le tuvieron hasta los días de su extrema senilidad, y fué merced al consejo de un sabio lector de libros mágicos, que les hizo comer las partes situadas entre la cabeza y la cola de una serpiente de la calidad de las serpientes grandes, según prescripción de nuestro señor Soleimán (¡con El la paz y la plegaria!). Y he aquí que, al llegar el término fijado, Alah el que todo lo oye, el que todo lo ve, decretó la admisión del mercader, padre de Hassán, en el seno de Su Misericordia y el mercader murió en la paz de su Señor (¡Alah le tenga siempre en Su piedad!).
De tal suerte encontrose el joven Hassán como único heredero de los bienes de su padre. Pero como estaba mal educado por sus padres, que le habían querido mucho, se apresuró a frecuentar el trato de los jóvenes de su edad, y en su compañía no tardó en comerse en festines y en disipaciones las economías de su padre. Y ya no le quedó nada entre las manos. Entonces su madre, que tenía un corazón compasivo, no pudo sufrir el verle triste, y con su propia parte de herencia, le abrió en el zoco una tienda de orfebrería.
Y he aquí que la belleza de Hassán pronto atrajo hacia la tienda, con asentimiento de Alah, las miradas de todos los transeúntes; y no atravesaba el zoco ninguno que no se parase ante la puerta para contemplar la obra del Creador y maravillarse de ella. Y de tal suerte se convirtió la tienda de Hassán en centro de una aglomeración continua de mercaderes, de mujeres y de niños que reuníanse allá para verle manejar el martillo de orfebre y admirarle a su antojo.
Y he aquí que, un día entre los días, estando Hassán sentado en el interior de su tienda, y mientras fuera aumentaba la acostumbrada aglomeración, acertó a pasar por allí un persa de larga barba blanca y gran turbante de muselina blanca. Su rostro y sus modales indicaban desde luego que era un notable y un hombre de importancia. Y tenía en la mano un libro antiguo. Y se detuvo delante de la tienda y se puso a mirar a Hassán con atención sostenida. Luego acercóse más a él, y dijo de manera que fuese oído: "¡Por Alah! ¡Excelente orfebre!" Y empezó a mover la cabeza con los signos más evidentes de una admiración sin límites. Y permaneció allí quieto hasta que los transeúntes se dispersaron para la plegaria de la tarde.
Entonces entró en la tienda y saludó a Hassán, que le devolvió la zalema con gran ternura, y le dijo: "¡En verdad, hijo mío, que eres un joven muy agraciado! Y como yo no tengo hijos, quisiera adoptarte, a fin de enseñarte los secretos de mi arte, único en el mundo, y que millares y millares de personas me suplicaron inútilmente que les enseñara. Y ahora mi alma y la amistad que nació en mi alma por ti me impulsan a revelarte lo que hasta hoy oculté cuidadosamente, para que después de mi muerte seas tú el depositario de mi ciencia. De tal suerte pondré entre tú y la pobreza un obstáculo infranqueable, y te libraré de ese trabajo fatigoso del martillo y de ese oficio poco lucrativo, indigno de tu persona encantadora, ¡oh hijo mío! y que ejerces en medio del polvo, del carbón y de la llama!" Y contestó Hassán: "¡Por Alah! ¡oh mi venerable tío! que sólo deseo ser tu hijo y el heredero de tu ciencia! ¿Cuándo quieres, pues, comenzar a iniciarme?" El persa contestó: "¡Mañana!" Y levantándose en seguida, cogió con sus dos manos la cabeza de Hassán y le besó. Luego salió sin añadir una palabra más...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
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