Pero cuando llegó la 550ª noche
Ella dijo:
"... yo mismo habría ido a buscarte, pues pensé mucho en ti esta noche!" Luego me encaré con mi esclavo, y le dije: "¡Ve por agua caliente y esencias!" Y cuando el esclavo ejecutó mi orden, yo mismo me puse a lavar los pies a mi amiga, y le vertí encima un frasco de esencia de rosas. Tras lo cual la vestí con un hermoso traje de muselina de seda verde, y la hice sentarse al lado mío frente a la bandeja con frutas y bebidas. Y cuando hubo bebido conmigo varias veces en la copa, quise cantar un aire nuevo que había compuesto por complacerla, aunque de ordinario no consiento en cantar más que a fuerza de ruegos y súplicas.
Pero me dijo ella que su alma no tenía ganas de oírme. Y le dije: "¡Entonces, ¡oh dueña mía! dígnate cantarnos algo tú!" Ella contestó: "¡No insistas! ¡Porque mi alma no tiene ganas de eso!" Yo dije: "¡Sin embargo, ¡oh ojos míos! la alegría no puede ser completa sin el canto y la música! ¿No es así?"
Ella me dijo: "¡Tienes razón! Pero, no sé por qué esta noche sólo tengo ganas de oír cantar a algún hombre del pueblo o a algún mendigo de la calle. ¿Quieres, pues, ir a ver si pasa por tu puerta alguno que pueda satisfacerme?" Y por no desairarla, y aunque estaba convencido de que en una noche semejante no pasaría nadie por la calle, fuí a entreabrir la puerta de mi casa y saqué la cabeza por la abertura. Y con gran sorpresa mía, vi apoyado en su báculo un mendigo viejo que desde la muralla de enfrente decía, hablando consigo mismo: "¡Qué estrépito produce esta tempestad! ¡El viento se lleva mi voz, e impide que me oiga la gente! ¡Qué desgracia la del pobre ciego! ¡Si canta, no le escuchan! ¡Y si no canta, se muere de hambre!" Y habiendo dicho estas palabras, el viejo ciego empezó a tantear el suelo con su báculo, arrimado al muro, para proseguir su camino.
Entonces le dije, asombrado y encantado a la vez por aquel encuentro fortuito: "¡Oh tío mío! ¿es que sabes cantar?" El contestó: "Tengo fama de saber cantar". Y le dije: "En ese caso, ¡oh jeique! ¿quieres acabar tu noche con nosotros y regocijarnos con tu compañía?"
El me contestó: "¡Si lo deseas, cógeme de la mano, porque soy ciego de ambos ojos!" Y le cogí de la mano, y después de introducirle en la casa cerrando la puerta cuidadosamente, dije a mi amiga: "¡Oh dueña mía, te traigo un cantor que además está ciego! Podrá complacernos sin ver lo que hacemos. Y no tendrás que estar incómoda ni que velarte el rostro". Ella me dijo: "¡Date prisa a hacerle entrar!" Y le hice entrar.
Empecé primero por invitarle a sentarse delante de nosotros, y le convidé a comer algo. Y comió muy delicadamente con la punta de los dedos. Y cuando hubo acabado y se hubo lavado las manos, le presenté las bebidas, y bebióse tres copas llenas, y entonces me preguntó: "¿Puedes decirme en casa de quién me encuentro?" Yo contesté: "¡En casa de Ishak, hijo de Ibrahim de Mossul!" Pero mi nombre no le asombró con exceso; y se limitó a contestarme: "¡Ah si, ya he oído hablar de ti! Y me alegro de encontrarme en tu casa". Yo le dije: "¡Oh mi señor, estoy verdaderamente contento de recibirte en mi casa!"
El me dijo: "¡Entonces ¡oh Ishak! si quieres, déjame oír tu voz, que dicen que es muy hermosa! ¡Porque el huésped debe comenzar por complacer él primero a sus invitados!" Y contesté: "¡Escucho y obedezco!" Y como aquello empezaba a divertirme mucho, cogí mi laúd y lo pulsé, cantando todo lo mejor que pude. Y cuando hube acabado el final, matizándolo en extremo, y se dispersaron los últimos sones, el viejo mendigo tuvo una sonrisa irónica, y me dijo: "¡En verdad, ¡ya Ishak! que te falta poco para ser un músico perfecto y un cantor consumado!"
Pero al oír esta alabanza, que más bien era una censura, me sentí muy empequeñecido a mis propios ojos, y tiré a un lado mi laúd, con disgusto y desaliento. Sin embargo, como no quería ser desconsiderado con mi huésped, no juzgué oportuno responderle, y no dije ya nada. Entonces me dijo él: "¿No canta ni toca nadie? Es que no hay aquí ningún otro?"
Yo dije: "Hay también una esclava joven".
El dijo: "¡Ordénala que cante para que yo la oiga!" Yo dije: "¿Por qué ha de cantar, si ya te basta con lo que oíste?"
El dijo: "¡Que cante, a pesar de todo!"
Entonces, aunque de muy mala gana, mi amiga la joven cogió el laúd, y después de preludiar diestramente, cantó como mejor supo. Pero el viejo mendigo la interrumpió de pronto, y dijo: "¡Todavía tienes mucho que aprender!" Y mi amiga tiró el laúd lejos de sí furiosa, y quiso levantarse. Y sólo a duras penas conseguí retenerla, echándome a sus pies. Luego me encaré con el mendigo ciego, y le dije: "¡Por Alah, oh huésped mío! ¡nuestra alma no puede dar más que lo suyo! Sin embargo, lo hicimos como mejor sabemos por satisfacerte. ¡Exhibe tú a tu vez, por cortesía, lo que poseas!" Sonrió él con una boca que llegaba de una oreja a otra, y me dijo:
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
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