Pero cuando llegó la 505ª noche
Ella dijo:
"... salió de la vivienda el otro y se marchó por su camino. ¡Y he aquí lo que atañe a él!
En cuanto a los esposos, he aquí lo referente a ellos. Cuando, al ponerse el sol, cerró él su tienda, volvió a su casa, y como estaba cansado por toda una jornada de ventas y compras, fué a su lecho y quiso echarse para descansar; pero advirtió una mancha grande que se destacaba en el cobertor, y retrocedió asombrado y desconfiando hasta el límite de la desconfianza. Luego se dijo: "¿Quién habrá podido penetrar en mi casa y hacer con mi esposa lo que ha hecho? ¡Porque esto que veo es licor de hombre sin ninguna duda!" Y para cerciorarse mejor, el mercader metió el dedo en medio del líquido, y dijo: "¡Vaya si es!"
Entonces, lleno de furor, quiso matar primeramente al joven; pero mudó de opinión, pensando: "¡De ese joven no puede haber salido una mancha tan enorme, porque todavía no está en edad de que se le hinchen los compañones!"
Le llamó, sin embargo, y le gritó con voz temblorosa de furor: "¿Dónde está tu ama, miserable aborto?" El joven contestó: "¡Ha ido al hammam!" Al oír estas palabras, se consolidó más la sospecha en el espíritu del mercader, pues la ley religiosa exige que hombres y mujeres vayan al hammam para hacer una ablución completa cuantas veces verifiquen la copulación.
Y gritó al mozo: "¡Corre en seguida para decirle que vuelva!" Y el mozo apresurose a ejecutar la orden.
Llegada que fué su esposa, el mercader, que recorría con los ojos de derecha a izquierda la estancia en que se hallaba el lecho consabido, saltó sobre la joven sin pronunciar palabra, la asió por los cabellos, la tiró al suelo y empezó a administrarle una serie tremenda de patadas y puñetazos. Tras de lo cual le ató los brazos, cogió un gran cuchillo y se dispuso a degollarla. Pero al ver aquello, la mujer comenzó a gritar y aullar tan fuerte, que todos los vecinos y vecinas acudieron en su socorro y la encontraron a punto de ser degollada.
Entonces separaron a la fuerza al marido y preguntaron a qué causa obedecía semejante castigo. Y exclamó la mujer: "¡No sé la causa!" Entonces dijeron todos al mercader: "Si estás quejoso de ella tienes derecho a divorciarte o reprenderla con dulzura y mansedumbre. ¡Pero no puedes matarla, porque como casta lo es, y nosotros por tal la conocemos, y de ello daremos testimonio ante Alah y ante el kadí! ¡Desde hace mucho tiempo es vecina nuestra, y no hemos notado en su conducta nada reprensible!" El mercader contestó: "¡Dejadme degollar a esta licenciosa!" ¡Y si queréis una prueba de sus licencias no tenéis más que mirar la mancha líquida que han dejado los hombres introducidos por ella en mi lecho!"
Al oír estas palabras, los vecinos y las vecinas se acercaron al lecho, y cada uno a su vez metió el dedo en la mancha, y dijo: "¡Es líquido de hombre!" Pero en aquel momento se acercó a su vez el joven y recogió en una sartén el líquido que no había sido absorbido por la tela, poniendo la sartén a la lumbre y haciendo cocer el contenido. Tras de lo cual tomó lo que acababa de cocer, se comió la mitad y distribuyó la otra mitad entre los circunstantes, diciéndoles: "¡Probadlo! ¡es clara de huevo!"
Y habiéndolo probado, se aseguraron todos de que era realmente clara de huevo, incluso el marido, que comprendió que su esposa era inocente y que la había acusado y maltratado injustamente. Así es que apresurose a reconciliarse con ella, y para sellar su buen acuerdo, le regaló cien dinares de oro y un collar de oro.
Esta historieta prueba que hay líquidos y líquidos, y que es preciso saber diferenciar todas las cosas.
Cuando Schehrazada hubo contado estas anécdotas al rey Schahriar, se calló. Y dijo el rey: "¡Es verdad, Schehrazada, que son infinitamente morales estas historias! ¡Y además, me han reposado de tal manera el espíritu, que estoy dispuesto a oír cómo me cuentas una historia extraordinaria por completo!"
Y dijo Schehrazada: "¡Justamente la que voy a contarte es la que deseas!"
HISTORIA DE ABDALAH DE LA TIERRA Y DE ABDALAH DEL MAR
Y Schehrazada dijo al rey Schahriar:Se cuenta -¡pero Alah es más sabio!- que había un hombre, pescador de oficio, que se llamaba Abdalah. Y el tal pescador tenía que mantener a sus nueve hijos y a la madre, y era pobre, muy pobre, hasta el extremo de que por toda hacienda no tenía más que su red. Y esta red le servía de tienda y con ella se ganaba el pan y era la única puerta por la que entraban recursos en su casa. Tenía costumbre de ir todos los días a pescar en el mar; y si pescaba poco lo vendía y se gastaba la ganancia con sus hijos, según lo que le hubiera concedido el Retribuidor; pero si pescaba mucho, con el dinero de la ganancia hacía que su esposa cocinase una comida excelente, y compraba frutas y se lo gastaba todo con la familia, sin escatimar ni economizar, hasta que no le quedaba nada entre las manos; porque se decía: "¡Mañana nos vendrá el pan de mañana!" Y así vivía al día, sin anticiparse al destino del día siguiente.
Pero un día su esposa parió al décimo varón, pues merced a la bendición, los otros nueve eran también varones. Y aquel día precisamente no había en absoluto nada que comer en la pobre casa del pescador Abdalah. Y dijo la mujer al marido: "¡Oh mi amo, la casa tiene un habitante más, y todavía no ha llegado el pan del día! ¿No vas a buscarnos algo para sostenernos en este momento penoso?" El contestó: "¡Ahora voy a salir, confiándome a la voluntad de Alah, e iré a pescar en el mar, arrojando mi red a la salud de ese niño recién nacido, para juzgar así de su suerte futura!" La mujer le dijo: "¡Pon tu confianza en Alah!" Y el pescador Abdalah se echó al hombro su red y se fué al mar ...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discreta
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