Pero cuando llegó la 310ª noche
Ella dijo:
... empecé a morderme las manos con desesperación.
Me decidí entonces a levantarme, y empecé a abrir una fosa profunda, diciendo para mí: "Cuando sienta llegar mi último momento, me arrastraré hasta aquí y me meteré en la fosa, donde moriré. ¡El viento se encargará de acumular poco a poco la arena encima de mi cabeza y llenará el hoyo!" Y mientras verificaba aquel trabajo, me echaba en cara mi falta de inteligencia y mi salida de mi país, después de todo lo que me había ocurrido en mis diferentes viajes, y de lo que había experimentado la primera, y la segunda, y la tercera, y la cuarta, y la quinta vez, siendo cada prueba peor que la anterior.
Y decía para mí: "¡Cuántas veces te arrepentiste para volver a empezar! ¿Qué necesidad tenías de viajar nuevamente? ¿No poseías en Bagdad riquezas bastantes para gastar sin cuenta y sin temor a que se te acabaran nunca los fondos suficientes para dos existencias como la tuya?"
A estos pensamientos sucedió pronto otra reflexión, sugerida por la vista del río. En efecto, pensé: ¡Por Alah! Ese río indudablemente ha de tener un principio y un fin. Desde aquí veo el principio, pero el fin es invisible. No obstante, ese río que se interna así por debajo de la montaña, sin remedio ha de salir al otro lado por algún sitio. De modo que la única idea práctica para escaparme de aquí es construir una embarcación cualquiera, meterme en ella y dejarme llevar por la corriente del agua que entra en la gruta. ¡Si es mi destino, ya encontraré de ese modo el medio de salvarme; si no, moriré ahí dentro, y será menos espantoso que perecer de hambre en esta playa!
Me levanté, pues, algo animado por esta idea, y enseguida me puse a ejecutar mi proyecto. Junté grandes haces de madera de áloe comarí y chino; los até sólidamente con cuerdas; coloqué encima grandes tablones recogidos de la orilla y procedentes de los barcos náufragos, y con todo confeccioné una balsa tan ancha como el río, o mejor dicho algo menos ancha, pero poco.
Terminado este trabajo, cargué la balsa con algunos sacos llenos de rubíes, perlas y toda clase de pedrerías, escogiendo las más gordas, que eran como guijarros, y cogí también algunos fardos de ámbar gris, que elegí muy bueno y libre de impurezas; y no dejé tampoco de llevarme las provisiones que me quedaban. Lo puse todo bien acondicionado sobre la balsa, que cuidé de proveer de dos tablas a guisa de remos, y acabé por embarcarme en ella, confiando en la voluntad de Alah y recordando estos versos del poeta:
- ¡Amigo, apártate de los lugares en que reine la opresión, y deja que resuene la morada con los gritos de duelo de quienes la construyeron!
- ¡Encontrarás tierra distinta de tu tierra; pero tu alma es una sola y no encontrarás otra!
- ¡Y no te aflijas ante los accidentes de las noches, pues por muy grandes que sean las desgracias, siempre tienen un término!
- ¡Y sabe que aquel cuya muerte fue decretada de antemano en una tierra, no podrá morir en otra!
- ¡Y en tu desgracia no envíes mensajes a ningún consejero; ningún consejero es mejor que el alma propia!
Debió éste durar un año o más, a juzgar por la pena que lo originó. El caso es que al despertarme me encontré en plena claridad. Abrí los ojos y me encontré tendido en la hierba de una vasta campiña, y mi balsa estaba amarrada junto a un río; y alrededor de mí había indios y abisinios.
Cuando me vieron ya despierto aquellos hombres, se pusieron a hablarme, pero no entendí nada de su idioma y no les pude contestar. Empezaba a creer que era un sueño todo aquello cuando advertí que hacia mí avanzaba un hombre, que me dijo en árabe: "¡La paz contigo!, ¡oh hermano nuestro! ¿Quién eres, de dónde vienes y qué motivo te trajo a este país? Nosotros somos labradores que venimos aquí a regar nuestros campos y plantaciones. Vimos la balsa en que te dormiste y la hemos sujetado y amarrado a la orilla. Después nos aguardamos a que despertaras tú solo, para no asustarte. ¡Cuéntanos ahora qué aventura te condujo a este lugar!"
Pero yo contesté: "¡Por Alah! sobre ti, oh señor ¡dame primeramente de comer, porque tengo hambre, y pregúntame luego cuanto gustes!".
Al oír estas palabras, el hombre se apresuró a traerme alimento, y comí hasta que me encontré harto, y tranquilo, y reanimado. Entonces comprendí que recobraba el alma, y di gracias a Alah por lo ocurrido, y me felicité de haberme librado de aquel río subterráneo. Tras de lo cual conté a quienes me rodeaban todo lo que me aconteció, desde el principio hasta el fin.
Cuando hubieron oído mi relato, quedaron maravillosamente asombrados, y conversaron entre sí, y el que hablaba árabe me explicaba lo que se decían, como también les había hecho comprender mis palabras. Tan admirados estaban, que querían llevarme junto a su rey para que oyera mis aventuras.
Yo consentí inmediatamente, y me llevaron. Y no dejaron tampoco de transportar la balsa como estaba, con sus fardos de ámbar y sus sacos llenos de pedrería.
El rey, al cual le contaron quién era yo, me recibió con mucha cordialidad, y después de recíprocas zalemas me pidió que yo mismo le contase mis aventuras.
Al punto obedecí, y le narré cuanto me había ocurrido, sin omitir nada. Pero no es necesario repetirlo.
Oído mi relato, el rey de aquella isla, que era la de Serendib, llegó al límite del asombro y me felicitó mucho por haber salvado la vida a pesar de tanto peligro corrido. Enseguida quise demostrarle que los viajes me sirvieron de algo, y me apresuré a abrir en su presencia mis sacos y mis fardos.
Entonces el rey, que era muy inteligente en pedrería, admiró mucho mi colección, y yo, por deferencia a él, escogí un ejemplar muy hermoso de cada especie de piedra, como asimismo perlas grandes y pedazos enteros de oro y plata, y se los ofrecí de regalo.
Avínose a aceptarlos, y en cambio me colmó de consideraciones y honores, y me rogó que habitara en su propio palacio. Así lo hice, y desde aquel día llegué a ser amigo del rey y uno de los personajes principales de la isla. Y todos me hacían preguntas acerca de mi país, y yo les contestaba y les interrogaba acerca del suyo, y me respondían.
Así supe que la isla de Serendib tenía ochenta parasangas de longitud y ochenta de anchura; que poseía una montaña que era la más alta del mundo, en cuya cima había vivido nuestro padre Adán cierto tiempo; que encerraba muchas perlas y piedras preciosas, menos bellas, en realidad, que las de mis fardos, y muchos cocoteros...
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
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