2023/11/15

Noche 219



Pero cuando llegó la 219ª noche

Ella dijo:

"...otra noticia que creo ha de contentarte, aunque ignores la avidez de los hombres del siglo, y tu corazón esté puro de toda ambición. ¡Tómate el trabajo de venir conmigo al jardín, y te enseñaré, ¡oh padre mío! la fortuna que te envía la suerte misericordiosa!"

Llevó entonces al jardinero al sitio en que se erguía el algarrobo desarraigado, levantó la chapa, y sin reparar en la sorpresa y espanto de su amigo, le hizo bajar a la cueva, y destapó delante de él las veinte tinajas llenas de oro en barras y en polvo. Y el buen jardinero, como atontado, levantaba las manos y abría extremadamente los ojos ante cada tinaja, diciendo: "¡Ya Alah!" Después Kamaralzamán le dijo: "¡He aquí ahora tu hospitalidad recompensada por el Dador! ¡La propia mano que el extranjero te alargaba para que le socorrieras en la adversidad, con el mismo ademán hace correr por tu morada el oro! ¡Así lo quieren los destinos propicios a las raras acciones animadas por la belleza pura y por la bondad de los corazones espontáneos!"

Al oír estas frases, el anciano jardinero, que no podía articular palabra, se echó a llorar, y las lágrimas resbalaban silenciosas por su larga barba y hasta por su pecho. Logró, por fin, hablar y dijo: "Hijo mío, ¿qué quieres que haga un viejo como yo con este oro y estas riquezas? ¡Verdad es que soy pobre; pero con mi dicha me basta, y será completa si quieres darme sólo un dracma o dos para comprar un sudario, que al morir en mi soledad dejaré a mi lado, a fin de que el caminante caritativo envuelva en él mis despojos para el día de juicio!"

Y esta vez le tocó llorar a Kamaralzamán. Luego dijo al viejo: "¡Oh padre de la sabiduría! ¡Oh jeique de manos perfumadas! ¡La santa soledad en que pasas tus años pacíficos borra ante tus ojos las leyes que dictó el rebaño adánico acerca de lo justo y de lo injusto, de lo falso y lo verdadero! ¡Pero yo he de volver a vivir entre los humanos feroces, y no puedo olvidar tales leyes, so pena de ser devorado! ¡Así, pues, si quieres, repartámonoslo! Tomaré la mitad y tú la otra mitad. ¡Si no, no tocaré absolutamente nada!"

Entonces el anciano jardinero contestó: "Hijo mío, mi madre me parió aquí mismo hace noventa años, y después murió; mi padre murió también. Y el ojo de Alah ha seguido mis pasos, y he crecido a la sombra de este jardín y escuchado el rumor del arroyuelo natal. Tengo cariño a este jardín y a este arroyo, ¡oh hijo mío! y al murmurador follaje, y a este sol, y a esta tierra materna en que mi sombra se alarga en libertad y se conoce a sí misma, y a la luna, que de noche me sonríe por encima de los árboles hasta la mañana. Todo esto habla conmigo, ¡oh hijo mío! Te lo digo para que sepas la razón que me sujeta aquí y me impide partir en tu compañía hacia los países musulmanes. Soy el único musulmán de este país en que vivieron mis antepasados. ¡Blanqueen, pues, en él mis huesos, y que el último musulmán muera con la cara vuelta hacia el sol que ilumina una tierra inmunda ahora, mancillada por los hijos bárbaros del oscuro Occidente!"

Así habló el anciano de las manos temblorosas. Después añadió: "En cuanto a esas tinajas preciosas que te preocupan, toma, si lo deseas las diez primeras, y deja las otras diez en la cueva. Serán el premio de aquel que entierre el sudario en que yo duerma.

"Pero hay más. Lo difícil no es eso, sino embarcar las vasijas en el navío sin llamar la atención y excitar la codicia de los hombres de alma negra que habitan en la ciudad. Ahora bien; en mi jardín hay olivos cargados de fruto y en el sitio adonde vas, en la isla de Ébano, las aceitunas son cosa rara y muy estimada. De modo que ahora mismo voy a comprar veinte tarros grandes, que llenaremos a medias de barras y polvo de oro, acabándolas de llenar con las aceitunas de mi jardín. Y entonces será cuando podamos llevarlos sin temor al barco que va a salir."

Este consejo fué seguido inmediatamente por Kamaralzamán, que se pasó el día preparando los tarros comprados. Y cuando no le quedaba por llenar más que uno, dijo para sí: "Este talismán milagroso, no está bastante seguro arrollado a mi brazo; pueden robármelo mientras duermo o perderse de otra manera. Lo mejor es, seguramente, colocarlo en el fondo de este tarro; después lo cubriré con las barras y el polvo de oro, y encima colocaré las aceitunas" Y enseguida ejecutó su proyecto; y terminado que fué aquello, tapó el último tarro con su tapa de madera blanca, y para distinguirlo de los otros en caso necesario, le hizo una muesca en la base, y después, enardecido por aquel trabajo, grabó con una navaja todo su nombre, Kamaralzamán, en hermosos caracteres enlazados. Concluida tal tarea, rogó a su anciano amigo que avisase a los hombres de la nave para que al día siguiente fueran a recoger los tarros. Y el viejo desempeñó enseguida el encargo, y regresó a casa un tanto fatigado, y se acostó con un poco de calentura y algunos escalofríos.

A la mañana siguiente, el anciano jardinero, que en su vida había estado enfermo, notó que se acrecentaba el mal de la víspera, pero no quiso decírselo a Kamaralzamán, para no amargarle la salida. Se quedó en el colchón, presa de una gran debilidad, y comprendió que iba a llegar su último momento.

Durante el día, los hombres de la nave fueron al jardín a recoger los tarros, y dijeron a Kamaralzamán, que les había abierto la puerta, que les indicase lo que tenían que recoger.

El joven les llevó junto a la verja y les enseñó los veinte tarros, bien colocados, diciéndoles: "¡Están llenos de aceitunas de primera calidad! ¡Os ruego, pues, que tengáis cuidado para no estropearlas!" Luego, el capitán que había acompañado a sus hombres, dijo a Kamaralzamán: "¡Sobre todo, señor, no dejes de ser puntual; porque mañana el viento soplará de tierra y nos daremos a la vela enseguida!"

Y cogieron los tarros y se fueron...

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y como discreta, se calló.

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