Ella dijo:
. . . Se sintió sobrecogido de un dolor tan intenso, que cayó también desmayado en brazos de su amigo Abalhassan ben-Taher. Entonces Abalhassan se alarmó mucho por causa del lugar en que se hallaban, y cuando buscaba un poco de agua entre aquella oscuridad para rociarle la cara a su amigo, vió abrirse una de las puertas de la galería, y apareció la esclava confidente de Schamsennahar, que dijo con voz llena de susto: "¡Voy a hacerlos salir, pues se ha armado un alboroto y me temo que haya llegado nuestro día fatal! ¡Seguidme, o démonos por muertos!"
Pero Abalhassan repuso: "¡Oh caritativa joven! Advierte el estado en que se halla mi amigo. ¡Acércate y mira!"
Cuando la esclava vió al príncipe Alí desmayado sobre la alfombra, corrió a una mesa en que se hallaban varios frascos, cogió uno que contenía agua de flores, y refrescó el rostro del joven, que no tardó en recobrar el sentido. Entonces Abalhassan lo cogió por los hombros, y la joven por los pies, y entre los dos lo transportaron fuera de la galería, hasta el pie del palacio, a la orilla del Tigris.
Lo dejaron en un banco, dió unas palmadas la joven, y enseguida apareció por el río una barca con un solo remero, que se apresuró a atracar. Y sin pronunciar palabra alguna, a una seña de la esclava cogió en brazos al príncipe Alí y lo llevó a la embarcación, donde se apresuró a saltar Abalhassan. En cuanto a la esclava, se excusó por no poder acompañarlos más lejos, y con voz muy triste les deseó la paz, regresando en seguida al palacio.
Cuando la barca llegó a la otra orilla, Alí ben-Bekar, ya completamente repuesto merced a la frescura del agua y de la brisa, pudo desembarcar, sostenido por su amigo. Pero pronto tuvo que sentarse en una piedra, porque sentía que se le iba el alma. Y Abalhassan, no sabiendo ya cómo salir del apuro, le dijo: "¡Oh amigo mío! cobra ánimos y tranquiliza tu alma, porque realmente este sitio nada tiene de seguro, y estas orillas están infestadas de bandidos y malhechores. ¡Un poco de aliento nada más, y estaremos seguros, cerca de aquí, en casa de uno de mis amigos que vive junto a esa luz que ves! “.
Después le dijo: "¡En nombre de Alah!" Y ayudó a su amigo a levantarse, y emprendió con él lentamente el camino de la casa consabida, a cuya puerta no tardó en llegar. Entonces, a pesar de lo intempestivo de la hora, llamó a aquella puerta, y enseguida alguien fué a abrir; y apenas se dio a conocer Abalhassan, fué recibido inmediatamente con gran cordialidad, lo mismo que su amigo. Y pretextó un motivo cualquiera para explicar su llegada a hora tan irregular. Y en aquella casa, donde la hospitalidad se practicó según sus más admirables preceptos, pasaron el resto de la noche, sin que se les importunara con preguntas indiscretas. Y ambos, por su parte, sufrían: Abalhassan porque no estaba acostumbrado a dormir fuera de casa y le preocupaban las inquietudes de su familia, y el príncipe Alí porque tenía delante de los ojos la imagen de Schamsennahar, pálida y desmayada de dolor en brazos de sus doncellas, a los pies del califa.
De modo que en cuanto amaneció se despidieron de su huésped y marcharon a la ciudad, y no obstante la dificultad con que andaba Alí ben-Bekar, no tardaron en llegar a la calle en que estaban sus casas. Pero como la primera a que llegaron era la de Abalhassan, éste invitó a su amigo a descansar en su casa, no queriendo dejarle solo en estado tan lamentable. Y dijo a su servidumbre que le preparara la mejor habitación y tendieran en el suelo los magníficos colchones que se conservaban bien enrollados en las alacenas para aquellos casos. Y el príncipe Alí, tan cansado como si hubiera andado días enteros, sólo tuvo fuerza para dejarse caer en los colchones, y pudo por fin dormir algunas horas.
Al despertar hizo sus abluciones, cumplió sus deberes del rezo y se vistió, dispuesto a salir; pero Abalhassan le detuvo: "¡Oh mi dueño! ¡Es preferible que pases el día y la noche en esta casa, y así podré acompañarte y distraer tus penas!" Y le obligó a quedarse. Llegada la noche, Abalhassan, después de haber pasado el día departiendo con su amigo, mandó llamar a las cantarinas más afamadas de Bagdad, pero nada pudo distraer a Alí ben-Bekar de sus tristes pensamientos; pues al contrario, las cantarinas sólo consiguieron exasperar su mal y su dolor. Y pasó una noche más mala que las otras; y por la mañana había empeorado de tal modo, que su amigo Abalhassan ya no le quiso detener más. Decidíase, pues, a acompañarle hasta su casa, después de haberle ayudado a montar en una mula que los esclavos del príncipe habían traído de la cuadra. Y cuando lo hubo entregado a su servidumbre y estuvo seguro de que por lo pronto ya no necesitaba de su presencia, se despidió de él con palabras consoladoras, prometiéndole volver lo antes posible. Después salió de casa y se dirigió al zoco, donde volvió a abrir la tienda, que había estado cerrada todo aquel tiempo.
Y apenas había acabado de arreglar la tienda y se había sentado para aguardar a los parroquianos, vió llegar...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
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