Pero cuando llegó la 129ª noche
Ella dijo:
"... ¿de qué pueden servirte, ¡oh pobre lisiado! todas las princesas y todas las jóvenes del mundo? ¿De qué han de servirte cuando te han dejado el vientre tan liso como el de una mujer?"
Pero recordando las palabras de Aziza, me decidí a emprender las investigaciones necesarias, y a recoger los datos que me pudieran servir para ver a la princesa. Todos mis trabajos resultaron baldíos; nadie me supo indicar el medio que yo buscaba, y ya empezaba a sentirme completamente desesperado, cuando un día, paseándome por los jardines que rodean la ciudad, queriendo olvidar mis pesares con el espectáculo de aquel delicioso verdor, llegué a la puerta de un espléndido jardín de árboles magníficos, con cuya sola contemplación hallaba descanso el alma dolorida. Y en la tarima de entrada estaba sentado el guarda del jardín, un venerable jeique de simpático aspecto, en cuyo rostro se adivinaba la bendición. Entonces me adelanté hacia él, y después de las zalemas acostumbradas, le dije: "¡Oh jeique! ¿De quién es este jardín?"
Y él contestó: "De Sett-Donia, la hija del rey. Puedes, ¡oh hermoso joven! entrar y pasearte un momento, y respirar el perfume de las flores y las plantas". Y yo dije: "¡Cuánto te lo agradezco! Pero ¿no podrías permitirme, ¡oh venerable jeique! que aguardase, oculto detrás de un macizo de flores, la llegada de la princesa, y así alegraría mi vista con una sola mirada que le dirigiesen mis párpados?"
El dijo: "¡Por Alah! ¡Eso no!" Entonces lancé un gran suspiro. Y el jeique me miró con ternura, me cogió de la mano, y entró conmigo en el jardín.
Así anduvimos juntos hasta un sitio encantador al que daban sombra unos hermosos árboles. Cogió frutas de las más maduras y de las más deliciosas, y me las ofreció de este modo: "¡Refréscate! Y te advierto que sólo la princesa Donia conoce su sabor" Después dijo: "¡Siéntate, que ahora vuelvo!" Y me dejó un instante para volver cargado con un cordero asado, y me convidó a comerlo con él, y cortaba para mí los pedazos más sabrosos, y me los ofrecía con la mejor voluntad. Y yo estaba confundido con tantas bondades, y no sabía cómo darle las gracias.
Ahora bien; mientras estábamos comiendo y charlando amistosamente, oímos que se abría la puerta del jardín. Y el jeique se apresuró a decirme, muy alarmado: "¡Levántate enseguida y escóndete en ese macizo! ¡Y sobre todo, no te muevas!" Y yo me apresuré a obedecerle. Apenas estaba en mi escondrijo, vi que asomaba por la puerta la cabeza de un eunuco negro. Y preguntó en alta voz: "¡Oh jeique! ¿Hay alguien por ahí? ¡Porque llega la princesa Donia!" El jeique contestó: "¡Oh mi buen eunuco! ¡No hay nadie en el jardín!" Y se apresuró a abrir las dos hojas de la puerta.
Entonces vi llegar a la princesa Donia, y creí que era la misma luna que bajaba a la tierra. Tal era su hermosura, que me quedé clavado en el sitio, aturdido, sin movimiento, muerto. La seguía con la mirada, sin poder respirar, a pesar del afán que sentía por hablarle. Y permanecí inmóvil durante todo el paseo de la princesa, lo mismo que el sediento del desierto que cae sin fuerzas a orillas del lago y no puede arrastrarse hasta la onda líquida.
Comprendí entonces, ¡oh mi señor! que ni la princesa Donia ni ninguna otra mujer correrían peligro junto a mí.
Aguardé, pues, que se alejase la princesa, me despedí del jeique, y marché en busca de los mercaderes de la caravana, diciendo para mí: "¡Oh Aziz! ¿Qué han hecho de ti, Aziz? ¡Un vientre liso que ya no puede domar a las enamoradas! ¡Vuelve junto a tu pobre madre, y allí podrás morir en paz, en la casa vacía y sin dueño! ¡Porque la vida ya no tiene ningún objeto para ti!" Y a pesar de los trabajos que había pasado para llegar a aquel reino, fue tal mi desesperación que no quise poner en práctica las palabras de Aziza, aunque me había asegurado formalmente que la princesa Donia sería la causa de mi felicidad.
Salí, pues, con la caravana, encaminándome a mi tierra. Y así he llegado a este país, que está bajo el poder de tu padre, ¡oh príncipe Diadema!
¡Y tal es mi historia!"
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
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