Pero cuando llegó la 38ª noche
Ella dijo:
He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! que cuando uno de los negros sudaneses propuso que cada uno contase la historia de su castración, el negro Sauab, portador de la linterna y los azadones, tomó la palabra, y como los otros se rieran, repuso: "¿De qué os reís? ¿De que sea el primero en contar por qué me caparon?"
Y los otros dijeron: "Nos parece muy bien. ¡Te escuchamos!"
Entonces el eunuco Sauab dijo:
Historia del negro Sauab, primer eunuco sudanés
Sabed, ¡oh mis hermanos! que apenas tenía cinco años de edad cuando el mercader de esclavos me sacó de mi tierra para traerme a Bagdad, y me vendió a un guardia de palacio. Este hombre tenía una hija que en aquel momento contaba tres años. Fui criado con ella, y era la diversión de todos cuando jugaba con la niña, y bailaba danzas muy graciosas y le cantaba canciones. Todo el mundo quería al negrito.
Juntos crecimos de aquel modo, y yo llegué a los catorce años y ella a los diez. Y nos dejaban jugar juntos. Pero un día entre los días, al encontrarla sola en un sitio apartado, me acerqué a ella, según costumbre. Precisamente acababa de tomar un baño en el hammam, y estaba deliciosa y perfumada. En cuanto a su rostro, parecía la luna en su décimacuarta noche. Al verme corrió hacia mí, y nos pusimos a jugar y hacer mil locuras. Me mordía y yo la arañaba; me pellizcaba y yo la pellizcaba también; pero de tal modo, que a los pocos instantes el zib se me levantó y se me hinchó. Y semejante a una llave enorme, se me dibujaba por debajo de la ropa. Entonces se echó a reír, se me vino encima, me tiró de espaldas al suelo y se colocó a horcajadas sobre mi vientre; y empezando a restregarse conmigo, acabó por dejar mi zib al aire. Y al verlo erguido y poderoso, lo cogió con una mano y frotó y cosquilleó con él los labios de su vulva por encima del calzón que llevaba puesto. Pero estos juegos vinieron a aumentar de un modo alarmante el calor que sentía. Y la estreché entre mis brazos, mientras que ella se me colgaba del cuello apretándome con todas sus fuerzas. Y he aquí que súbitamente mi zib, como si fuese de hierro, le atravesó el pantalón, y penetrando triunfante le arrebató la virginidad.
Una vez terminada la cosa, la niña se echó a reír otra vez, y volvió a besarme, pero yo estaba aterrado con lo que acababa de ocurrir, y me escapé de entre sus manos, corriendo a refugiarme en la casa de un negro amigo mío.
La niña no tardó en volver a su casa, y la madre, al verle la ropa en desorden y el pantalón atravesado de parte a parte, lanzó un grito. Después, examinando el lugar que se oculta entre los muslos, ¡vió lo que vió! Y se cayó al suelo, desmayada de dolor y de ira. Pero cuando volvió en sí, como la cosa era irreparable, tomó todas las precauciones para arreglar el asunto, y sobre todo para que su esposo no supiera la desgracia. Y tal maña se dió, que pudo conseguirlo. Transcurrieron dos meses, y aquella mujer acabó por encontrarme, y no dejaba de hacerme regalitos para obligarme a volver a la casa. Pero cuando volví no se habló para nada de la cosa, y siguieron ocultándoselo al padre, que seguramente me habría matado, y ni la madre ni nadie me deseaba mal alguno, pues todos me querían mucho.
Dos meses después la madre consiguió poner en relaciones a su hija con un joven barbero, que era el barbero de su padre, y con tal motivo iba mucho a casa. Y la madre le dió una buena dote de su peculio particular y le hizo un buen equipo. En seguida llamaron al barbero, que se presentó con todos los instrumentos. Y el barbero me ató y me cortó los compañones, convirtiéndome en eunuco. Y se celebró la ceremonia del casamiento, y yo quedé de eunuco de mi amita, y desde entonces tuve que ir precediéndola por todas partes, cuando iba al zoco, o cuando iba de visitas o a casa de su padre. Y la madre hizo las cosas tan discretamente, que nadie supo nada de la historia, ni el novio, ni los parientes, ni los amigos. Y para hacer creer a los invitados en la virginidad de la novia, degolló un pichón, tiñó con sangre la camisa de la recién casada, y según costumbre, hizo pasear esta camisa al acabar la noche por la sala de reuniones, por delante de todas las mujeres invitadas, que lloraron de emoción.
Desde entonces viví con mi amita en casa de su marido el barbero. Y así pude deleitarme impunemente y en la medida de mis fuerzas con la hermosura y las perfecciones de aquel cuerpo delicioso, pues aunque había perdido otras cosas, me quedaba el zib. De modo que sin peligro, y sin despertar sospechas pude seguir besando y abrazando a mi ama, hasta que murieron ella, su marido y sus padres. Entonces pasaron a mí todos los bienes, y llegué a ser eunuco de palacio, igual que vosotros, ¡oh mis hermanos negros! Tal es la causa de que me castraran. Y ahora, la paz sea con vosotros".
Dicho lo que antecede, el negro Sauab se calló, y el segundo negro, Kafur, tomó la palabra y dijo:
Historia del negro Kafur, segundo eunuco sudanés
Sabed, ¡oh mis hermanos! que cuando sólo tenía ocho años de edad era ya tan experto en el arte de mentir, que cada año soltaba una mentira tan gorda que a mi amo el mercader se le arrugaba el ano y se caía de espaldas. Así es que el mercader quiso deshacerse de mí cuanto antes, y me puso en manos del pregonero, para que anunciase mi venta en el zoco, diciendo: "¿Quién quiere comprar un negrito con todo su vicio?" Y el pregonero me llevó por todos los zocos, diciendo lo que le habían encargado. Y un buen hombre de entre los mercaderes del zoco no tardó en acercarse, y preguntó al pregonero: "¿Cuál es el vicio de este negrito?" Y el otro contestó: "El de decir una sola mentira cada año". Y el mercader insistió: "¿Y qué precio piden por ese negrito con su vicio?" A lo cual contestó el pregonero: "Sólo seiscientos dracmas". Y dijo el mercader: "Lo tomo, y te doy veinte dracmas de corretaje".
Y en el acto se reunieron los testigos de la venta y se hizo el contrato entre el pregonero y el mercader. Entonces el pregonero me llevó a la casa de mi nuevo amo, cobró el precio de la venta y el corretaje, y se marchó.
Mi amo me vistió decentemente con ropa a mi medida, y permanecí en su casa el resto del año, sin que ocurriera ningún incidente. Pero empezó otro año y se anunció como bendito en cuanto a la recolección y la fertilidad. Los mercaderes le festejaban con banquetes en los jardines, y cada uno pagaba a su vez los gastos del convite, hasta que le tocó a mi amo. Entonces mi amo invitó a los mercaderes a comer en un jardín de las afueras de la ciudad, y mandó llevar allí comestibles y bebidas en abundancia, y todos estuvieron comiendo y bebiendo desde por la mañana hasta el mediodía. Pero entonces recordó mi amo que había dejado olvidada una cosa, y me dijo: "¡Oh mi esclavo! monta en la mula, ve a casa para pedirle a tu ama tal cosa, y vuelve en seguida". Yo obedecí la orden y me dirigí apresuradamente a la casa.
Y al llegar cerca de ella empecé a dar agudos chillidos y a verter abundantes lagrimones. Y me rodeó un gran grupo de vecinos de la calle y del barrio, grandes y chicos. Y las mujeres, asomándose a las puertas y ventanas, me miraban asustadas, y mi ama, que oyó mis gritos, bajó a abrirme, acompañada de sus hijas.
Y todas me preguntaron qué ocurría. Y yo contesté llorando: "Mi amo estaba en el jardín con los convidados, se ausentó para evacuar una necesidad junto a la pared, y la pared se vino abajo, sepultándole entre los escombros. Y yo he montado en seguida en la mula, y he venido a todo correr a enteraros de la desgracia". Cuando la mujer y las hijas oyeron mis palabras se pusieron a dar agudos gritos, a desgarrarse los vestidos y a darse golpes en la cara y en la cabeza, y todos los vecinos acudieron y las rodearon. Después, mi ama, en señal de luto (como suele hacerse cuando muere inesperadamente el cabeza de familia), empezó a destrozar la casa, a destruir muebles, a tirarlos por las ventanas, a romper todo lo rompible y arrancar las ventanas y puertas. Luego mandó pintar de azul las paredes y echar encima de ellas paletadas de barro.
Y me dijo: "¡Miserable Kafur! ¿Qué haces ahí inmóvil? Ven a ayudarme a romper estos armarios, a destruir estos utensilios y hacer trizas esta vajilla". Y yo, sin esperar a que me lo dijera dos veces, me apresuré a destrozarlo todo, armarios, muebles y cristalerías; quemé alfombras, camas, cortinas y almohadones, y después la emprendí con la casa, asolando techos y paredes. Y entretanto, no dejaba de lamentarme y de clamar: "¡Pobre amo mío! ¡Ay mi desgraciado amo!
Después mi ama y sus hijas se quitaron los velos, y con la cara descubierta y todo el pelo suelto, salieron a la calle. Y me dijeron: "¡Oh Kafur! Ve adelante de nosotras para enseñarnos el camino. Llévanos al sitio en que tu amo quedó sepultado bajo los escombros. Porque hemos de colocar su cadáver en el féretro, llevarlo a casa y celebrar los debidos funerales". Y yo eché a andar delante de ellas, gritando: "¡Oh mi pobre amo!" Y todo el mundo nos seguía. Y las mujeres llevaban descubierto el rostro y la cabellera desmelenada. Y todas gemían y gritaban, llenas de desesperación. Poco a poco se aumentó la comitiva con todos los vecinos de las calles que atravesábamos, hombres, mujeres, niños, muchachas y viejas. Y todos se golpeaban la cara y lloraban desesperadamente. Y yo me divertía haciéndoles dar la vuelta a la ciudad y atravesar todas las calles, y los transeúntes preguntaban la causa de todo aquello y se les contaba lo que me habían oído decir, y entonces clamaban: "¡No hay fuerza ni poder más que en Alah, Altísimo, Omnipotente!"
Y alguien aconsejó a mi ama que fuese a casa del walí y le refiriese lo ocurrido.
Y todos marcharon a casa del walí, mientras que yo pretextaba que me iba al jardín en cuyas ruinas estaba sepultado mi amo".
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana y se calló discretamente.
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